Editorial
El sensual Ahmed Hassán toma partido por la herejía
Aláh ha querido que la humanidad transite entre fuerzas que tienden a la detención y al movimiento, ambas representables por la palabra escrita. Presentamos a ustedes la onceava edición de Casagrande. Cada una de sus páginas es a la vez pieza de un rompecabezas que reproduce nuestro lema de siempre. Sostengo ante El Altísimo que las publicaciones Casagrande son un excelente combustible; una vez terminada la lectura de esta editorial, sabrán qué hacer con ellas.
Curiosidad etimológica, la palabra “asesino”, que figura con variantes fonéticas en la mayoría de las lenguas romances, viene del nombre de una secta herética musulmana puesta de moda por los cronistas francos que acompañaron a los cruzados (asesinos de otra secta) a Tierra Santa.
Los hasasine, asassins, aschinchins, etc, ( “consumidores de Hashísh” en árabe), saltaron a la palestra por sus habilidades para negociar a través de homicidios selectivos. Esto bastó para inspirar respeto a moros y cristianos al punto que el mismísimo Saladino les envió presentes a modo de disculpa cuando encontró una daga bajo su almohada con un mensaje en versos que decía más o menos: “esta daga que descansa bajo tu almohada podría estar clavada en tu corazón”). Firmaba su líder Hassán Ibn Sabah, bautizado por los cristianos como el viejo de la montaña.
Habrá tiempo para hablar más de ellos, lo que importa a estas páginas es que tenían algunas de las bibliotecas más importantes de la época. Fueron felices en Persia, Siria y El Líbano, hasta que un muchacho llamado Temujín adoptó el nombre de Gengis Khan y se convirtió en el azote del universo. Pero no fue Gengis Khan, de quien soy descendiente directo, el que dio cuenta de los adictos al hachís, sino un menos hábil nieto suyo de nombre Hulagu. Éste puso sitio al cuartel general de la secta (Alamut) con toda calma y barrió meticulosamente cada una de sus más de 40 fortalezas.
Aunque Alamut era un castillo inexpugnable, un cerco eficiente dejó sin víveres a sus ocupantes y los obligó a entregarse. Concluido ese trámite mi antepasado Hulagu, bastante instruido en comparación con el resto de los jerarcas mongoles, pero no tanto como para resistirse a la tentación de destruir lo que no entendía, envió a su chambelán musulmán Ata al Mulk Juveni para inspeccionar la biblioteca. Éste apartó para sí los libros de historia y los ejemplares del Corán que pudo hallar; el resto, exquisitos compendios de literatura herética, fue quemado en el acto. De esta manera los lectores de Casagrande y yo nos vimos privados de acceder a textos apócrifos del nuevo testamento, tradiciones islámicas extravagantes, y diversas obras de filosofía y ciencias ocultas.
Por una extraña coincidencia, al mismo tiempo que estos libros eran quemados en Alamut, cayó un rayo sobre la ciudad de Medina provocando un incendio que acabó con su biblioteca, donde radicaba la mayor colección de tratados de filosofía ortodoxa musulmana de aquel entonces. Bagdad sería bañada en sangre 2 años más tarde, también por la mano de Hulagu.
Con estos acontecimientos en mente hice guardia frente a mi librero apenas tuve noticia de los primeros bombardeos yanquis sobre Bagdad, recordando que mis antepasados arrasaron la ciudad en la misma época del año (un 15 de febrero), y sujeto al convencimiento de que Bagdad y mi pieza estarían conectadas de la misma forma en que lo estaban Alamut y Medina, por disponer de las colecciones de libros que mejor representaban la herejía y la ortodoxia de su tiempo.
No cayó ningún rayo, ni vi señal de incendio en mi pieza. Entonces tomé uno de mis libros y le prendí fuego. No era gran cosa, en realidad ni siquiera un libro (Casagrande 9, de un tal “No se vende ni se compra”), pero servía para alegorizar sobre mi estado de ánimo: los polos de la herejía y la ortodoxia contemporáneas no están en Bagdad y mi pieza. Esto significa que la ortodoxia no está en Bagdad.
El sensual Ahmed Hassán toma partido por la herejía
Aláh ha querido que la humanidad transite entre fuerzas que tienden a la detención y al movimiento, ambas representables por la palabra escrita. Presentamos a ustedes la onceava edición de Casagrande. Cada una de sus páginas es a la vez pieza de un rompecabezas que reproduce nuestro lema de siempre. Sostengo ante El Altísimo que las publicaciones Casagrande son un excelente combustible; una vez terminada la lectura de esta editorial, sabrán qué hacer con ellas.
Curiosidad etimológica, la palabra “asesino”, que figura con variantes fonéticas en la mayoría de las lenguas romances, viene del nombre de una secta herética musulmana puesta de moda por los cronistas francos que acompañaron a los cruzados (asesinos de otra secta) a Tierra Santa.
Los hasasine, asassins, aschinchins, etc, ( “consumidores de Hashísh” en árabe), saltaron a la palestra por sus habilidades para negociar a través de homicidios selectivos. Esto bastó para inspirar respeto a moros y cristianos al punto que el mismísimo Saladino les envió presentes a modo de disculpa cuando encontró una daga bajo su almohada con un mensaje en versos que decía más o menos: “esta daga que descansa bajo tu almohada podría estar clavada en tu corazón”). Firmaba su líder Hassán Ibn Sabah, bautizado por los cristianos como el viejo de la montaña.
Habrá tiempo para hablar más de ellos, lo que importa a estas páginas es que tenían algunas de las bibliotecas más importantes de la época. Fueron felices en Persia, Siria y El Líbano, hasta que un muchacho llamado Temujín adoptó el nombre de Gengis Khan y se convirtió en el azote del universo. Pero no fue Gengis Khan, de quien soy descendiente directo, el que dio cuenta de los adictos al hachís, sino un menos hábil nieto suyo de nombre Hulagu. Éste puso sitio al cuartel general de la secta (Alamut) con toda calma y barrió meticulosamente cada una de sus más de 40 fortalezas.
Aunque Alamut era un castillo inexpugnable, un cerco eficiente dejó sin víveres a sus ocupantes y los obligó a entregarse. Concluido ese trámite mi antepasado Hulagu, bastante instruido en comparación con el resto de los jerarcas mongoles, pero no tanto como para resistirse a la tentación de destruir lo que no entendía, envió a su chambelán musulmán Ata al Mulk Juveni para inspeccionar la biblioteca. Éste apartó para sí los libros de historia y los ejemplares del Corán que pudo hallar; el resto, exquisitos compendios de literatura herética, fue quemado en el acto. De esta manera los lectores de Casagrande y yo nos vimos privados de acceder a textos apócrifos del nuevo testamento, tradiciones islámicas extravagantes, y diversas obras de filosofía y ciencias ocultas.
Por una extraña coincidencia, al mismo tiempo que estos libros eran quemados en Alamut, cayó un rayo sobre la ciudad de Medina provocando un incendio que acabó con su biblioteca, donde radicaba la mayor colección de tratados de filosofía ortodoxa musulmana de aquel entonces. Bagdad sería bañada en sangre 2 años más tarde, también por la mano de Hulagu.
Con estos acontecimientos en mente hice guardia frente a mi librero apenas tuve noticia de los primeros bombardeos yanquis sobre Bagdad, recordando que mis antepasados arrasaron la ciudad en la misma época del año (un 15 de febrero), y sujeto al convencimiento de que Bagdad y mi pieza estarían conectadas de la misma forma en que lo estaban Alamut y Medina, por disponer de las colecciones de libros que mejor representaban la herejía y la ortodoxia de su tiempo.
No cayó ningún rayo, ni vi señal de incendio en mi pieza. Entonces tomé uno de mis libros y le prendí fuego. No era gran cosa, en realidad ni siquiera un libro (Casagrande 9, de un tal “No se vende ni se compra”), pero servía para alegorizar sobre mi estado de ánimo: los polos de la herejía y la ortodoxia contemporáneas no están en Bagdad y mi pieza. Esto significa que la ortodoxia no está en Bagdad.
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