Por: Justo Pastor Mellado.
Critico de arte / curador independiente.
Critico de arte / curador independiente.
En 1973, cuando tuvo lugar en bombardeo del Palacio de La Moneda, en Santiago de Chile, los miembros de CASAGRANDE eran apenas unos niños. Crecieron durante un período de restricciones y represiones sociales, en un marco de una gran liberalización económica. Lo que siempre les pareció complejamente contradictorio de dicho período es que lo parecía haber sido, fatalmente, la condición para lo segundo. El desarrollo hacia fuera tenía un costo. Pero había que justificar teológicamente el carácter contra natura de lo que había que acometer y realizar un acto de limpieza simbólica del lugar: un palacio de gobierno.
Valga esta breve mención para introducir el tema: para hacer estallar en pedazos la memoria urbana de una socialidad es preciso atacar los signos edificados. La actividad poética de CASAGRANDE se inicia ya entablada la Transición. Esta se caracteriza, más que nada, por la recuperación de la palabra, en el sentido de permitir su paso desde la designación de la herida a la delimitación del daño simbólico infringido sobre el cuerpo social. La palabra recomponía el tejido defensivo de las nuevas producciones de subjetividad social. En más de algún aspecto, la poesía chilena ha anticipado el mito ligador de la socialidad, llegando incluso a producir desde el verbo la representación del paisaje. En Chile, desde las primeras crónicas coloniales, el paisaje siempre fue una ficción literaria.
En el período de recomposición de la socialidad, la palabra señala los lugares del trauma colectivo. CASAGRANDE entiende que en esta coyuntura se hace necesario ampliar los formatos de las intervenciones editoriales y destinan sus esfuerzos a expandir sus soportes. Inevitablemente, se convierten en actores de operaciones formalmente híbridas que combinan la intervención de la musealidad más estricta con el empleo de recursos propios de la industria gráfica y de la publicidad. De este modo, han podido realizar sugerentes trabajos que convocaron a jóvenes poetas y artistas visuales en proyectos editoriales en las estaciones del Metro de Santiago, como en inserciones parásitas programadas en revistas culturales.
En este marco, las acciones de CASAGRANDE comenzaron a convertirse en maniobras de interpelación del espacio urbano y del paisaje, promoviendo prácticas participativas que involucraron el campo de las instituciones, de los medios y del espectáculo. De este modo, ha promovido iniciativas transversales en las que se enfatiza el valor del contexto; es decir, del ensamble, del tejido simbólico que sostiene la significación de las acciones.
El artista contextual busca establecer relaciones afectivas con el mundo que lo rodea, de la misma manera que los contextos “tejen” y reconstruyen la trama de lo real. Es así como lejos de ser una ilustración de las cosas, su práctica de arte se enriquece del contacto con el mundo, poniendo tanto al artista como al espectador en una situación de percepción crítica de la historia.
Esta percepción pasa por comprender que el artista construye su presencia poniendo en crisis las condiciones de representación de los procesos de producción de las propias obras. En este sentido, CASAGRANDE se convirtió, desde su primera intervención urbana a gran escala, que consistió en el “bombardeo” de miles de poemas sobre el Palacio de La Moneda, en una entidad que habilitaba un (p)acto de reparación, de rememoración, de provocación de baja intensidad destinado a re/poner en circulación los efectos de una situación traumática.
Convocados para leer poemas en un acto cultural realizado a las afueras del palacio de gobierno, CASAGRANDE opta por ampliar el concepto de lectura pública de unos poemas, desplazando el soporte editorial. Pero, metodológicamente, una cosa lleva a la otra. Ya no se trató de simplemente “hacer llover poemas” como expansión editorial, sino de determinar un diagrama de intervenciones que permitiera definir los lugares que habían experimentado, en el curso del siglo XX, intervenciones destinadas a desmantelar su edificabilidad. Los nombres de La Moneda, Dubrovnik, Guernica, Dresden, Hiroshima, se remitían a lugares urbanos que habían sido definidos para recibir el efecto de un castigo ejemplar destinados a destruir el Nombre edificado de una identidad. De ahí nació la empresa de producir intervenciones análogas, que debían repetir, siempre, el mismo gesto: sobrevuelo de una población y lanzamiento de miles de marcadores de libros conteniendo poemas impresos, de poetas chilenos y de poetas provenientes del país al que perteneciera la ciudad referida.
Ciertamente, ya había antecedentes que había que tomar en consideración como un activo en esta producción. Martín Boezem, en 1969, escribe su nombre con letras de vapor sobre el cielo de Ámsterdam. En 1981, el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte) “bombardea” la ciudad de Santiago con miles de panfletos de arte que llaman a ampliar los horizontes de la creatividad, promoviendo cada vida humana como una “escultura social”.
Desde milenios, los hombres han escrutado el cielo intentando descubrir una clave de su destino. El poeta Raúl Zurita (Premio Nacional de Literatura) se refería a este gesto al comentar su propio acto de escritura de un poema en los cielos de Nueva York, en 1982.
En todos esos casos, el cielo se había convertido en un espacio público. Pero a fin de cuentas, ¿acaso el cielo no ha sido, siempre, un espacio público? La aviación es tan solo la manera moderna de reticular trayectos. El carácter público (político) del cielo precede a la epopeya mecánica de la aviación. Las observaciones galileanas convierten el cielo en un campo de batalla teológico-político. Y luego, el estatuto de las nubes en pintura se define en función de las jerarquías celestiales. En definitiva, el cielo ha estado siempre cargado de polémica.
La noción de bombardeo desde el aire, sin ir más lejos, es en si misma una ruptura de la normalidad del territorio. El bombardeo de una ciudad es una acción destinada a arruinar la memoria edificatoria de la humanidad. Los pueblos escriben su nombre en la construcción de las ciudades. Por eso, un bombardeo es un acto de borradura de los Nombres. En este terreno, CASAGRANDE interviene montando un dispositivo de restitución.
La palabra, herramienta de negociación o de hostilidad, opera como índice de retención o de aceleración de las “pasiones”. Su efecto, en este sentido, puede ser letal. Un bombardeo Es, entonces, posible allí donde la palabra ha sido ahuecada. Hacer llover palabras impresas en soportes precarios implica, en este marco, el deseo de llenar ese hueco. Aparece la palabra como una materia que rellena el vacío de sentido. Es aquí que se produce el acto de reparación. Textos de poetas vascos y textos de poetas chilenos son lanzados desde el aire como sustitutos de armas letales, diseminándose como una materia generativa de relaciones intersubjetivas. La acción se verifica, en términos estrictos, como la edición de un soporte multiplicador que involucra, de parte del espectador, la acción de recolección. De ese modo se hace pública la palabra para facilitar el gesto corporal de inclinación, de plegadura. Lo que se lee en el cielo, desde el cielo, literalmente, está al “alcance de la mano”.
En la guerra psicológica, las fuerzas armadas dejan caer volantes destinados a demoler la moral del enemigo. En este caso, los poemas impresos en marcadores de libros tienen como propósito establecer relaciones interpersonales. Los espectadores intercambian marcadores, como escolares en el patio de la escuela cuando reproducen la complejidad del don, al intercambiar estampitas, botones, láminas, bolitas, pedazos de papel plateado, patas de conejo, etc. Ciertamente, no hay obra de arte sin intercambio de afectos.
Los marcadores, apenas logran convertirse en objetos. Solo son pequeñas “basuritas gráficas” que se deben al espacio del libro. Su vocación utilitaria consiste en asegurar la continuidad de un acto de lectura: marcar la página, indicar el lugar de una pausa. Sin embargo, las pausas no son lapsus. Los lapsus no habilitan, necesariamente, el olvido. Son simplemente momentos de mediación reconstructora de la densidad de determinados instantes. Así, la temporalidad y el gesto de la acción sobre Guernica marca una pausa critico-afectiva en la continuidad de una historia.
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